Benedicto XVI y las patologías de la Iglesia

28.3.07

Las crisis suelen conducir a medidas desesperadas, de ahí que en ese marco se expliquen las decisiones del Papa Benedicto XVI y del último sínodo de obispos celebrado en Roma en octubre de 2005, pero dadas a conocer hace una semana tras poco más de un año de maduración. El documento denominado Sacramentum Caritatis (El sacramento de la caridad), refleja cabalmente las convicciones del ex cardenal Joseph Ratzinger respecto a cuestiones “no negociables” para la Iglesia.

El endurecimiento de las posiciones papales es resultado de la pérdida de influencia de una religión que se ve desbordada por el movimiento secular que tuvo sus raíces en los excesos de la Revolución Francesa (1789-1799). De mucho ha sido despojado el cristianismo en estos últimos siglos: del control del poder político a manos del Estado y del monopolio sobre el conocimiento científico a manos de la ciencia.

De ahí que los pocos bastiones de defensa (no tan pocos en realidad) o esferas de incidencia sobre lo público como el matrimonio, la familia, la educación religiosa y la vida (desde su concepción hasta su terminación natural), entre otros, sean los principales baluartes sobre los que debe dar batalla.

Si la Iglesia pierde su poder sobre lo "público", es decir, sobre los grandes temas que determinan parte de la vida de cada uno (creyentes y no creyentes), y que hoy en día están siendo modificados por iniciativas legislativas progresistas, estaría condenada no sólo a peder cada vez más protagonismo, sino a desaparecer. Esto porque el Estado avalaría, a través de la ley, una serie de conductas no permitidas o toleradas en el seno de la religión. Hoy más que nunca la Iglesia puede estar viviendo sus jornadas más negras ya que el laicismo amenaza directamente sus bases doctrinarias, y con ello, su existencia.

Sin embargo, el Estado moderno, mayormente europeo, no se propone socavar a la Iglesia, sino adecuar sus políticas sociales a los tiempos y necesidades de su población. La demanda por mayores derechos, esencialmente, por igualdad, hace que éste no pueda desconocer u olvidar a los diversos colectivos que lo integran. En ese sentido se entienden los reconocimientos a grupos que solicitan el divorcio, la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual, la eutanasia, etc.

Como la familia nuclear (padre, madre e hijos) ya no es el agente social preponderante dentro de nuestras sociedades, la problemática de otros grupos de paterentesco o afinidad, o de simples individuos, ha cobrado no sólo mayor relevancia, sino que exige una pronta resolución, además de solicitar la definición de su estatus legal, esto es, de su regularización por parte del Estado. Así se entiende el reconocimiento a las uniones de hecho (entre heterosexuales y homosexuales) y la legalización del aborto en varios países europeos y latinoamericanos.

Ciertamente la respuesta de Roma a los cambios que promueve el secularismo no es de lo más atinada y supone un evidente retroceso a las posturas adoptadas en el Concilio Vaticano II (1962-1965). Bajo la nueva doctrina -en realidad vieja porque ya se creía superada-, el Papa exige activismo y ortodoxia a los obispos, a los políticos católicos y a los creyentes de a pie. Esta invocación a los políticos católicos implica que están obligados a oponerse a las leyes que no se ajusten a su doctrina religiosa, y los obispos están obligados a recordárselo "constantemente".

Al respecto, el clero vaticano parece no entender que un político, al menos en teoría, debe hacer a un lado sus propias convicciones y creencias para satisfacer las demandas del “bien común”. Además, su cargo no debe estar sujeto al mandato imperativo o presión de ninguna otra autoridad que no sea la Constitución porque de ella emanan todas sus prerrogativas, facultades y deberes.

Con la nueva posición de Ratzinger se anula la distinción de facto entre la conciencia privada y las cuestiones públicas, que tras el Concilio Vaticano II permitió que numerosos países de la esfera católica legislaran sobre el divorcio y el aborto.

Como contramedida, por si no funcionan las actuales, la Iglesia ha concedido permisos a sus sacerdotes y obispos para participar en política, aún cuando el propio Papa haya dicho en más de una ocasión que la Iglesia "no es ni pretende ser un agente político”, "que no hace política y que lo único que pretende es contribuir a que se haga lo que es justo".

En un primer momento Benedicto XVI confió a sus fieles laicos el papel de llevar a cabo todas las contrarreformas necesarias en respuesta a las que impulsan diversos grupos seculares. Así se manifestó el primado de la Iglesia Católica cuando señaló en Verona que “A la Iglesia no corresponde el cometido de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad, eso corresponde a los fieles laicos, entre ellos los cristianos laicos".

Pero el Pontífice de todos modos cuenta con un plan “B” que consiste en autorizar a ciertos representantes eclesiásticos la posibilidad de incursionar directamente en política para asumir, en primera línea, la defensa de los “valores cristianos”. Esto explica por qué en Paraguay, Fernando Lugo Méndez, obispo dimisionario y aspirante a la presidencia haya decidido renunciar a su ministerio para tentar el sillón presidencial.

Este no es el único caso aislado porque en la provincia de Misiones en Argentina, el obispo Joaquín Piña, resolvió postularse al Parlamento de esa circunscripción tras una crisis que se inició con la oposición de los clérigos de Misiones al proyecto del gobernador kirchnerista, Carlos Rovira, para reformar la Constitución provincial y habilitar su reelección de manera indefinida.

La disputa en Argentina entre el Gobierno y la Iglesia se centró, básicamente, como en el resto del mundo, en las políticas promovidas por el Ejecutivo rioplatense que tienen vinculación con la natalidad y la educación sexual. Ambos asuntos forman parte de la esencia misma de la religión católica y, se compartan o no, suenan naturales y comprensibles los cuestionamientos de los curas. Otra diferencia surge cuando se interpreta el pasado violento de los 70 y la posterior irrupción de la dictadura.

La renuncia y el permiso en los dos casos mencionados sirve para reflexionar sobre el papel que en el futuro podría desempeñar la Iglesia si su estrategia confrontacional y “no negociable” no da resultado. De ahí que sea sumamente alarmante esperar en pocos años que un partido netamente eclesiástico vete cualquier iniciativa destinada a modificar el estatus de la familia o altere cualquier otro asunto relacionado con los postulados "inclaudicables" del cristianismo.

Últimamente la Iglesia opina sobre cuestiones políticas (no es ninguna novedad) e incluso hace ferviente oposición como en Argentina, lo que sí es preocupante. Esto lo hace para explorar poco a poco el terreno de una eventual participación política consolidada y directa. El clero se ha venido dando cuenta de que las garantías constitucionales que antaño le otorgaban exclusividad (al extremo de que algunos artículos reconocían a la Iglesia Católica como la religión oficial del Estado; para pasar luego a la principal; y de ahí a ser una de las tantas confesiones con las que el Estado moderno coopera), no sirven para asegurar su protagonismo histórico.

Tampoco ha sido de gran ayuda el abanico de partidos democristianos o socialcristianos para resistir la avalancha de cambios legislativos que se han producido en los últimos tiempos. Si en el pasado la Santa Sede confiaba en una amplia gama de partidos y movimientos afines la defensa de su "sacralidad", hoy en día esos mismos grupos han cedido espacios a partidos de izquierda o centroizquierda que suelen ser atender las postergadas demandas de ciertos colectivos que bajo el liderazgo de agrupaciones de "derecha" no encontraban acogida.

Como el político depende de la intención voto (o popularidad), está obligado a ser pragmático y realista antes que idealista y creyente porque su futuro en el manejo de la cosa pública se debe a su aceptación por parte de las masas de electores. Claro que también obedece ciertos intereses ideológicos (pro mercado o intervencionista, etc.), pero está más que nada llamado a sobrevivir en una escena cambiante. Por ello debe tratar de parecer lo menos identificable posible con las posiciones irreconciliables que encarnan ciertos sectores dentro de la Iglesia.

Otro de los impases entre el Estado secular y la Iglesia ha salido a la luz durante la redacción de la Declaración de Berlín, bajo la que Angela Merkel, la canciller alemana, conmemoró los 50 años de la UE y esbozó los lineamientos del nuevo tratado que deberá ser aprobado para el 2009. Las negociaciones sobre el documento final que la UE debía presentar al mundo se vieron perturbadas por la obstinada posición polaca por forzar una mención expresa a las raíces judeocristianas de Europa en la Declaración. Finalmente, tal iniciativa no prosperó porque Francia y Bélgica, defensoras del laicismo, consideraron inaceptable romper con los principios políticos de la unión.

Las referencias a las bases cristianas de Europa son propias de textos históricos más que de obras legales. Ni la Constitución Europea ni cualquier tratado o documento legal, al menos en Europa, puede hacer mención a un credo en especial porque la religión está separada o escindida del Estado. El Estado moderno no le debe nada a la religión; en cambio ésta le debe respeto a las normas que promulga y no debe intervenir en la vida política.

El Estado no tiene por qué tener “oído para la religión” como lo dijo el sociólogo alemán, Max Weber. Los líderes religiosos pueden expresarse cuanto quieran pues están en su derecho al vivir en sociedades democráticas (en otros tiempos el clero no lo permitía), pero no pueden demandar a los Gobiernos a modificar sus políticas internas ya que no les hemos elegido.

Cualquier disposición legal a favor del aborto, el matrimonio homosexual, el divorcio o la eutanasia ha sido previamente discutida en el seno de un Parlamento, y no deliberadamente impuesta por una minoría despótica con tufillo eclesial.

La “exigencia”, como lo señala el editorial del diario El País de España, “de que se dé marcha atrás en la aplicación de derechos sociales plenamente consolidados y aceptados por la mayoría de la sociedad pasa por encima del carácter aconfesional del Estado constitucional”.

Aquí no tiene valor el argumento de la superioridad moral de la Iglesia, un evidente unilateralismo religioso, porque una sociedad verdaderamente secular no valora una sola perspectiva ética, sino la del común denominador de la sociedad, es decir, que aborda las cuestiones sociales a través de principios rectores básicos como la inclusión, la no discriminación y respeto por las minorías.

Algo de lo que esbozó Michael Walter en Las Esferas de la Justicia. Donde postula el igualitarismo político, esto es, una sociedad libre de la dominación, inclusive de aquella ejercida por algún bien social. Y la religión, junto con otras variables, conspiró contra lo que él denomina “Justicia distributiva” o “de acuerdos”, pues vivimos en sociedades distributivas en las que estamos juntos para compartir, repartir, intercambiar y producir bienes a través de una división del trabajo.

Volviendo a la estrategia del Vaticano, parece que está listo y llano a una ofensiva más decida con el fin de no perder más protagonismo social. Lamentablemente, para el clero, las medidas no son compatibles con los tiempos y tenderán a hacer más impopular su prédica.

En la actualidad, la debacle del catolicismo se percibe por la cantidad de fieles que han sido reclutados por otras confesiones o por el virtual agnosticismo, sin contar los numerosos ateos que residen en Europa o en otras latitudes. América Latina, sin ir más lejos, ha dado un vuelco hacia los movimientos evangélicos como es el caso de Brasil, donde se irradian hacia el resto del continente. Algo similar pasa con otras iglesias que han crecido a costa de la rigidez católica.

¿Qué puede ser más anacrónico que restaurar el latín en el oficio litúrgico o la música sacra y los cantos gregorianos si la mayoría de fieles viven en países pobres ajenos a la tradición medieval europea? Si en el presente se les dificulta mucho acudir a misa, con mayor razón lo será si se torna inentendible o aburrida. El Papa parece estar pensando más en Europa que en África o América Latina a la hora de implementar semejantes medidas.

La posición de que la Eucaristía como misterio para creer, basada en la Última Cena de Cristo con los doce apóstoles en Jerusalén, es un tanto materialista y refuerza el rol del sacerdote confesor. Para Benedicto XVI la fe de la iglesia católica "se nutre y realiza en los sacramentos", con la conversión del pan y el vino "en el cuerpo y la sangre del Señor". Pero eso son sólo los aspectos físicos de la vida de Jesús que se representan en la liturgia.

Lo más importante del Mesías no está relacionado con el rito, que depende de la preparación y organización de un clero, sino del mensaje que transmitió por medio de él. La interpretación bíblica dice que Cristo era “palabra” o “verbo” antes que carne, de ahí que su transformación en materia humana, en cuerpo y sangre, sean simples medios para realizar un fin.

Una fe entendida así ensalza el rito antes que la praxis. O se agota en lo secundario para rehuir a lo principal que son las acciones. Benedicto comete el mismo error que condujo al cristianismo a esta situación de desconcierto. Reforzar la figura semi autoritaria del cura no ayudará a entender la complejidad de los problemas sociales. Algunas acciones como la misa en latín y los cantos gregorianos son más que nada extravagancias.

Del mismo modo puede calificarse la exhortación papal que proclama que el rol de la mujer es de "esposa y madre” casi exclusivamente. “Esa es la realidad imprescindible para la mujer", concluyó el Pontífice. Esta noción doctrinaria no sólo ignora la autodeterminación del sujeto que defiende el Estado secular; sino también el "libre albedrío" que en los orígenes teológicos de la humanidad, el propio Dios reconoció al hombre.

Reducir a la mujer a dos tareas (muy nobles, por cierto), implica desconocer su valía e importancia en otros campos de la vida social.

La razón fundamental para que la Iglesia predique sobre el papel de la mujer se debe a que desea recomponer la familia a través de ésta. Es decir, pretende “resucitar” su poder por medio de la reestructuración de la familia para que vuelva a ser depositaria del mensaje pastoral. En otras palabras, el clero busca reconstruir su liderazgo a pesar de que con ello la mujer sacrifique sus potencialidades, intereses y anhelos.

Benedicto XVI lo ve de esta forma: sin familia tradicional no hay Iglesia, pues los miembros que la componen representan el auditorio irreductible de su prédica. Esta exclusividad de la familia como receptora de las enseñanzas católicas, implica el desconocimiento de que los tiempos han cambiado, por algo hoy en día la familia nuclear ha sido desplazada por otro tipo de uniones (como las de hecho, principalmente) tanto en el mundo desarrollado como en el subdesarrollado.

Ante esta realidad, lo que debería hacer la Iglesia es orientar su mensaje hacia a esos otros grupos marginados como en un primer momento lo hizo, es decir, volver a sus raíces evangelizadoras que no negaban la participación de la “palabra” a nadie. Ya que en un principio los participantes del mensaje cristiano fueron todos aquellos desterrados o ignorados por la sociedad de su tiempo, a saber: esclavos, prostitutas, leprosos, minusvalidos, criminales, desposeídos, etc.

En cuanto al rol de la mujer, no es muy realista el planteamiento benedictino dado que un cambio semejante produciría enormes consecuencias sociales y económicas. Si las mujeres, por ejemplo, abandonaran súbitamente el ámbito laboral para marcharse a sus hogares, el sector del trabajo se resentiría pues sería menos competitivo, y por ende, el PBI de los países denominados “cristianos” descendería a niveles alarmantes pues son generadoras de riqueza y están especializadas en determinadas tareas.

Por una necesidad práctica, el sistema económico y productivo depende tanto de ellas que resulta imposible pensar que abandonen sus ocupaciones para complacer los designios papales. La familia no tendrá la oportunidad de recomponerse como lo desea el Vaticano toda vez que las necesidades económicas que afligen al individuo, así como las propias exigencias de cada sociedad, representan dos obstáculos infranqueables a la hora de restaurar la figura de la familia biparental o nuclear.

La regresión que impulsa la Iglesia hacia postulados más duros es contraproducente porque pretende que la sociedad secular cambie y no al revés. Hoy por hoy existen muchas alternativas religiosas que compiten con mayor éxito que la cristiana porque se han amoldado a los tiempos, es decir, a las particularidades y necesidades de los individuos, además de explotarlas.

Otro elemento fundamental que ha promovido su auge es que no rechazan a nadie, así reciben como fieles a los divorciados vueltos a casar, a quienes el catolicismo ahora niega el sacramento de la comunión.

No es posible ir contracorriente y pretender ser inmutable al mismo tiempo, ese es el gran error de la Iglesia. La sociedad posmoderna y las fuerzas del mercado son demasiado poderosas como para intentar encausarlas. Si la Iglesia Católica quiere sobrevivir y no ser devorada por la vorágine de los tiempos debe redefinirse en función de la sociedad capitalista, aunque ello la lleve a transar y ceder en algunas cuestiones doctrinales.

El abandono de las valiosas lecciones que dejó el Concilio Vaticano II convocado por Juan XXII, que intuyó los cambios que aparecieron con el mayo francés del 68, corren el riesgo de perderse, y con ello, algunos buenos principios consagrados por el Vaticano II, como el respeto al pluralismo político y la laicidad del Estado.

El controvertido documento, Sacramentum Caritatis (El sacramento de la caridad), resume la defensa de la vida humana (de los no nacidos más bien), la familia, la indisolubilidad del matrimonio, el celibato sacerdotal, así como el repudio del aborto, el divorcio y las uniones entre homosexuales. Estas y otras cuestiones están en la cima del debate público y colisionan con las aspiraciones de ciertos grupos que consideran afectados sus derechos.

Así, el catolicismo ortodoxo es visto como un agente contrario no sólo al cambio, sino al reconocimiento de nuevos derechos. Bajo esa óptica es prácticamente imposible que mejore la imagen que arrastra desde hace buen tiempo. La oposición principista, por ejemplo, puede hacerla más impopular entre la población femenina más joven que lidia con el aborto.

A la par de la nueva doctrina católica, la Congregación para la Doctrina de la Fe que presidió alguna vez Joseph Ratzinger, censura a Jon Sobrino, uno de los propulsores de la Teología de la Liberación, a quien se prohibirá impartir enseñanza en cualquier centro católico y se impondrá la retirada del nihil obstat, el visto bueno eclesial, a todas sus obras debido a su visión humanista de Cristo.

Posiciones como ésta hacen que la Iglesia descuide su verdadera misión en el mundo centrada en los pobres. Bueno sería que la curia romana exhibiera menos oropeles; practicara, efectivamente, la caridad, y defendiera con más ahínco a la otra Iglesia, es decir, a sus representantes que denuncian sobre el terreno las injusticias sociales o que explican la idea de un Cristo por encima de todo humano, como defiende el silenciado teólogo Sobrino.

Lo que estamos presenciando en estos momentos es un desprecio del sistema democrático y pluralista por parte de la Iglesia, lo cual la deslegitima aún más. El repudio que siente hacia la democracia es porque en esa estructura política la gente puede idealmente elegir en libertad qué hacer con sus vidas, a quién adorar o no, o a quién amar. Y eso no debería ser posible (piensan en el clero), porque la libertad así entendida conlleva aspectos imprevisibles (o relativistas). La noción que manejan, en cambio, es que una entidad superior, como la Iglesia, rodeada de una arquitectura dogmática, es decir, no discutible ni cuestionable y a la que sólo se le deba obediencia, debe estar a cargo de regular los comportamientos humanos. Eso clausura, de plano, cualquier alternativa de elección.

Sólo deben existir las reglas religiosas y las teocracias tienen justamente esa asfixiante característica. Cuando la religión gobernó Europa se canceló la libertad y con ella el progreso de Occidente. No es casual que la época más oscura de la humanidad (la Edad Media) haya coincidido con el reinado omnímodo de los Papas.

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