La muerte de Saddam Hussein

16.2.07

El juicio a Saddam Hussein no tiene precedentes en el mundo árabe como no lo tuvo el proceso de Nuremberg en el mundo occidental. Este último hito representó la derrota ideológica de uno de los regímenes más sanguinarios de la historia. Para procurar tal desenlace, las potencias vencedoras establecieron un proceso justo e innovador pues no se contaba con ningún tipo de legislación que calificara o definiera los execrables delitos cometidos por los nazis durante el curso de la guerra. El caso fue llevado de manera tan ejemplar que inspiró todo un sistema de protección fundamental, a saber: una normativa internacional sobre la materia y la creación de la Corte Penal Internacional en Roma, encargada de sancionar los crímenes de lesa humanidad.

Semejante empresa fue, en su momento, el mayor logro del derecho internacional pues nunca antes se había protegido intereses tan generales y difusos como los de la persona humana en abstracto, es decir, como ente colectivo, a la par que individualizó los delitos cometidos por agentes y funcionarios del Estado aun cuando recibieran órdenes. Lamentablemente esa nueva legislación no inmutó a genocidas como Milosevic, Trujillo o Ceaucescu, entre otros.

Dadas las particularidades del juicio a Saddam, por las implicancias de su procesamiento y detención, no es de esperar que su estela ilumine o geste un nuevo sistema que reemplace al que lo procesó, es decir, a uno sumamente cuestionado y plagado de errores.

No se discutió la necesidad de procesarlo, sino cómo y de qué manera hacerlo, ya que existe copiosa evidencia en su contra. Los kuwaitíes, por ejemplo, que fueron víctimas de la agresión de Saddam prepararon aproximadamente 200 acusaciones. Cualquiera de los crímenes mayores de los cuales Saddam fue acusado es suficiente para enviarlo al patíbulo o, como mínimo, a prisión de por vida (bajo la confusa legislación iraquí). Estos crímenes incluyen el usar armas químicas contra civiles kurdos, cortarle las orejas a desertores en el ejército y cometer genocidio en contra de la mayoría chiíta.

Las opciones que se barajaron para juzgar a Saddam fueron varias y mixtas. Entre ellas destacaban los esfuerzos por llevar al ex dictador iraquí ante tribunales internacionales como el de La Haya. El problema con La Corte Penal Internacional de La Haya es que no podía ser admitido cualquier caso anterior a su constitución legal, es decir, antes de julio de 2002. Además, sólo pueden ser revisados ante el Tribunal casos llevados por ciudadanos de países firmantes del Estatuto de Roma, que creó dicha instancia. Así, la corte no resultaba válida para procesar a Saddam Hussein toda vez que ni EE UU ni Iraq habían ratificado el acuerdo, por ello, la opción de acudir ante esa instancia supranacional no era pertinente ni eficaz. Otro argumento contra la competencia de la Corte es que ésta no albergaba la posibilidad de aplicar la pena de muerte.

La alternativa empleada fue la de enjuiciar a Hussein en su país, bajo las leyes y Constitución iraquíes. Esta posición triunfó ante la negativa estadounidense de procesarlo fuera de Iraq y porque la mayoría de iraquíes consideraba que debía ser juzgado por jueces de su misma nacionalidad. La jurisdicción en estos complejos casos no siempre es clara, de ahí que muchas veces se haya optado por otras fórmulas, sobre todo cuando el país atraviesa por una guerra civil o inestabilidad social como es el caso de Iraq.

El caso daba como para considerar otras posibilidades procesales pues el país se encuentra lejos de quedar estabilizado y no existe una clara división de poderes, sin dejar de lado que el país se encuentra ocupado por una potencia militar que controla gran parte de su territorio y mantiene una notoria influencia sobre sus decisiones políticas. La injerencia del Gobierno iraquí en las actuaciones judiciales lesionó de tal manera el proceso que lo tornó inviable desde el momento que cesó al principal magistrado de la causa. Nadie quisiera ser juzgado en un país donde el ejecutivo interviene y remueve al juez a su antojo. Ante la falta de imparcialidad por parte de las autoridades judiciales y la intromisión de las políticas, la única forma de garantizar un juicio justo era explorar otras dos alternativas desechadas por los cuestionados funcionarios iraquíes.

Las vías restantes no eran para nada desconocidas en el escenario internacional. Así, una tercera opción era el establecimiento de una Corte Especial de juristas internacionales similar a la convocada por Naciones Unidas para juzgar a aquellos que cometieron crímenes de guerra en Yugoslavia y Ruanda. Las objeciones para su constitución se basaron en su costo, su supuesta lentitud y su escaso seguimiento o comprensión por parte de los iraquíes “sedientos” de justicia.
Si hablamos de costo, cabe destacar que este proceso según la BBC costó cerca de mil millones de dólares, algo inaudito en la historia del derecho penal. Ni si quiera los casos seguidos contra las grandes corporaciones como Enron o Tyco en EE UU han llegado a costar tanto para los contribuyentes y la Fiscalia.

En cuanto a la lentitud, no se va negar que los juzgadores internacionales se toman su tiempo, pero siempre respetan los plazos. Si suceden demoras no es porque los jurisconsultos no sean expeditivos, sino porque la defensa plantea recursos o impugnaciones de última hora que dilatan el proceso. Se dice comúnmente que “una justicia que tarda no es justicia” ya que la demora puede originar mayores lesiones a las provocadas por el daño. Ante este argumento, hay que señalar que no se está en un caso civil, sino penal, donde existen bienes jurídicos mucho más importantes que los patrimoniales (como la libertad o la vida, en este caso). En lo penal no existe peligro de daño alguno pues lo que está en juego no es la reparación económica, sino la sentencia condenatoria o absolutoria para el procesado. Mientras el proceso siga su curso y se superen prudentemente sus etapas, no hay problemas con el tiempo pues lo que se pretende buscar es la verdad para hacer justicia.

Sobre el escaso seguimiento mediático por parte de los iraquíes, conviene precisar que éstos no han estado muy involucrados con el caso. Los medios de Bagdad le han otorgado más importancia de la que los propios iraquíes le asignan. Los que sí se han manifestado han sido los seguidores del tirano, es decir, aquellos sunitas baazistas que han perdido toda clase de privilegios tras su derrocamiento; otros se han opuesto a la condena porque consideran que el proceso fue impuesto por los invasores norteamericanos.

Una cuarta alternativa, tal vez más legítima que la anterior, hubiese sido procesar a Hussein ante un Tribunal mixto, esto es, conformado tanto por juristas extranjeros como por jueces árabes. La opción de una Corte Especial comprendida por juristas internacionales e iraquíes, fue apoyada por Naciones Unidas. Cabe recordar que dichas Cortes fueron establecidas para juzgar a oficiales acusados de crímenes de guerra en Camboya y Sierra Leona. La exitosa experiencia de éstas podría proveer un precedente útil para los juicios de oficiales iraquíes, incluyendo a Saddam, acusado de crímenes de guerra. Lamentablemente esta iniciativa no prosperó ante la negativa norteamericana.

Un elemento que queda por ahí marginado es el de la pena capital. Según la resolución última de la Corte de Apelaciones, Saddam Hussein fue sentenciando bajo la ley iraquí tal como ésta era siendo él dictador y ha sido juzgado de acuerdo con dicha ley. Por lo general, nadie tiene que “decir” sobre derecho más que los tribunales y jueces que deben aplicarlo. Pero he aquí el meollo del asunto ya que hay que preguntarnos si cabe la posibilidad de que se esté aplicando algo reñido con el derecho, en particular, con el “derecho internacional”. Si bien es cierto que Saddam tuvo su oportunidad ante el tribunal (cosa que le fue negada a sus víctimas, y la sentencia debería ser firme, incluso en caso de que el Parlamento iraquí decidiera posteriormente abolir la pena capital), todo esto, hasta aquí, podría ser técnicamente correcto, pero en el mundo existe la doctrina de la de “jurisdicción universal”, según la cual crímenes como la tortura o el genocidio son procesables y perseguibles en cualquier lugar en el que sea hallada la persona acusada. En caso de ser así, los tribunales iraquíes deberían actuar de acuerdo con un procedimiento tenido por universal. Dicho procedimiento no podría incluir algunos elementos del juicio a Saddam, como abrupta sustitución del presidente del tribunal con el argumento de que se mostraba demasiado blando con el acusado.

Otro factor que torna contraproducente e innecesaria la muerte del dictador es que se perderá valiosa información y pruebas que el tirano podría aportar al esclarecimiento de los demás procesos abiertos en su contra. Por lo general, cada ejecución conlleva la destrucción de pruebas. Una vez el acusado ha sido eliminado del panorama, no puede arrojar más luz sobre el crimen cuya investigación tiene que ser reabierta con frecuencia. El juicio a Saddam Hussein, como los de Pinochet y Milosevic en su oportunidad, debería haber sido ocasión de reunir un gran archivo de pruebas concluyentes que permanecerían en el tiempo como un monumento a la justicia y un seguro contra el “revisionismo” posterior.

Si se abre el cadalso bajo sus pies, nunca lograremos oír la respuesta de Saddam Hussein a dos importantes acontecimientos históricos: la campaña Anfal para exterminar a los kurdos en los años ochenta y la sanguinaria manera en que recuperó el poder después de la guerra de Kuwait. Y siempre habrá sospechas de que podría haber señalado con el dedo la complicidad occidental en ambos episodios terroríficos. Sin dejar de lado los sucesos no comprendidos en investigación alguna sobre la guerra con Irán (1980-1988), que frenéticamente promovió Estados Unidos con el fin de impedir la expansión de la revolución teocràtica iraní. Saddam debió haber sido acusado por un tribunal internacional mucho antes de 2003, y la negativa de los gobiernos americano y británico a actuar de acuerdo con esa posibilidad será siempre un reproche que hacer a estos gobiernos.

Este juicio pudo haber representado una oportunidad histórica para sentar un justo precedente, pues por primera vez se sentaba en el banquillo de los acusados uno de los déspotas más sanguinarios de Oriente Próximo, podría haber sido un primer paso para devolver la confianza en la justicia y en la democracia en un país tan desangrado como Iraq, pero ni fue lo uno ni lo otro, y ni siquiera lo aparentaba.

Dada su condición de jefe de Estado, Saddam Hussein gozaba de la protección que figura en la Convención de Naciones Unidas de 1973, ratificada por EEUU e Iraq, en virtud de la cual ningún mandatario podía ser detenido por una fuerza de ocupación extranjera. Su enjuiciamiento ante tribunales designados por el invasor, así como los procedimientos establecidos por los ocupantes, que permiten que la negativa del acusado a contestar sea usada en su contra, no tiene cabida en el derecho internacional.

La sentencia del Tribunal de Nuremberg de 30 de septiembre de 1946 afirma: "Desencadenar una guerra de agresión es el crimen internacional supremo y sólo difiere de los otros crímenes de guerra por el hecho de que los contiene todos". En este “todos” se incluyen los ataques a la población civil y el uso de armas prohibidas, como lanzar toneladas de bombas de racimo o proyectiles con uranio empobrecido. Pero en el banquillo del tribunal sólo estuvo sentado una persona: un dictador cruel. Se echan en falta a sus acompañantes norteamericanos.

Como cualquier asesino profesional o sicario, la Administración Bush ha venido limpiando las huellas los crímenes cometidos por otra Administración republicana que le precedió. No es casualidad que la oposición a tornar más transparente el juicio haya sido auspiciada por los asesores norteamericanos de esta Corte Especial, quienes han establecido los procedimientos del juicio, impidiendo que su jurisdicción se extienda más allá de los ciudadanos iraquíes.

Así, nadie conocerá, por ejemplo, la identidad de quienes le facilitaron cultivos bacterianos para desarrollar bombas de ántrax y botulismo y componentes para fabricar gases de mostaza y sarín, ni de los responsables del laboratorio Pasteur que le vendieron los gérmenes biológicos, ni el nombre de los directivos de la firma norteamericana Brechtel (que financia las campañas electorales de la familia Bush), que suministraron al dictador de Bagdad una planta química.

El hecho de que el juicio se celebrase a puerta cerrada, la inexistencia de un registro público completo de lo que sucede en el interior de esa sala y la prohibición de asistencia al evento a los periodistas que no sean norteamericanos e iraquíes seleccionados, perjudica gravemente la libertad de información. Los videos del juicio que se enviaban a las televisiones del mundo, llevaban la etiqueta de "Aprobada por el Ejército de EE UU".

Este juicio seguramente será tenido como el modelo que EE UU empleará para juzgar ante Tribunales Militares a civiles bajo el amparo de la “Ley Patriota” y la “Ley Sobre Comisiones Militares”, dos oprobiosas normas que hieren de muerte la activa defensa de los derechos humanos. Este primer intento acoge desde ya todas las argucias legales que han ideado los estadounidenses para procesar a quienes les combaten con o sin fundamento. La mala lección que estamos aprendiendo de este proceso es que sienta el lenguaje de terror y miedo -en vez del de la justicia- en los asuntos internacionales y “legaliza” procedimientos parecidos en el futuro.

Los organizadores de ese juicio no estaban interesados en el destino de Saddam, como tampoco lo estaba el Dr. Frankenstein sobre su prometeica criatura. El “Golem” que creó finalmente cobró vida y generó su propia agenda ante el abandono y descuido de su patrocinante estadounidense. EE UU debería tener más cuidado cuando ampara a este tipo de seres al borde de extinción (como son los dictadores militares). En una de esas el cálculo les puede salir mal, razón de sobra para observar de cerca a Pervez Musharraf, antiguo dictador y ahora presidente de Pakistán bajo protección diplomática norteamericana.

El juicio a Saddam sirvió seguir influyendo en los destinos de los iraquíes. Por ello han pretendido dividirles en dos grupos: los sunnitas verdugos y los kurdos y shiítas víctimas de Saddam.

La memoria de los acusadores es tan selectiva que no se acuerdan de que Saddam se estrenó en este oficio de mandatario sanguinario mucho antes, en 1963, cuando era un alto cargo del partido Baas. Entonces detuvo y ejecutó a unos 4.000 comunistas iraquíes, mérito que le sirvió para ser fichado por la CIA. Tampoco se dice que Hussein no era sunnita ni árabe en términos religiosos y étnicos, sino un simple tirano que para mantenerse en el poder mataba a quien lo cuestionaba. Con este único criterio eliminó a decenas de civiles de todas las etnias e ideologías.

La sensación disipada por ahí es que hay quienes han hecho más meritos para acompañarle en el castigo. Cuando contemos la historia diremos que en el caso de Hussein no se hizo justicia. Y el problema es ese, que por no haberse hecho justicia puedan gestarse motivos suficientes para que un grupo le considere mártir, pues enfrentó un proceso irregular. En ese juicio no había una ideología que derrotar; y sin embargo, se la puede estar cultivando. Si al “Che” Guevara, por ejemplo, se lo hubiera procesado acorde a estándares internacionales, hoy en día no veríamos su figura por doquier ni tan románticamente como signo de rebeldía y desenfreno adolescentes. El hecho de morir combatiendo en países macondianos como Cuba y Bolivia le dio un aura de santidad revolucionaria que se perpetúa hasta hoy. Miles usan y suelen comprar prendas de la quintaesencia del capitalismo en la que se ha convertido la imagen del “Che”. Si supieran que fue un cruel asesino que ejecutó extrajudicialmente a cientos, además de arruinar la economía de la Isla, no les importaría en lo más mínimo seguir vistiendo esas warholianas vestimentas. Saddam no fue tan carismático como el “Che”, desde luego, pero todo apunta a que su terrorífico legado corra como pólvora en Medio Oriente. Después de Bin Laden, seguramente se convertirá en el segundo personaje mediático más reconocido. Inclusive por encima del recuerdo de Nasser. En su perjuicio -para que equipare la imagen del “Che”- está la ausencia de una obra escrita y documentales que sean indulgentes. Al menos occidente siempre le considerará asesino, pero no así Oriente Medio, donde las pasiones son demasiado volubles y cambiantes.

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